viernes, 21 de marzo de 2008

El Gran Pacífico Colombiano



Con el agreste mar a su espalda y la inhóspita selva pacífica al frente se encuentra Ricardo. Viendo el bello contraste que se libera a su alrededor, cree estar viviendo una fantasía. La misma en que los exploradores españoles creyeron estar cuando hace más de 500 años descubrieron esta tierra de riquezas incalculables y paisajes exóticos.


El viaje a aquél lugar le reveló otra Colombia. La pobreza de Buenaventura, sus barrios miserables con caminos de barro le espantaron. Esa ciudad por donde entra y sale la mayoría de la mercancía del país y que recibe grandes dividendos por esa actividad se le asemejó a una letrina explotada por los peores políticos, un lugar dónde se pudre la esperanza.


Ya en la lancha rápida más allá de la bahía, el océano, rebelde como el alma de quienes habitan sus costas, abrió sus brazos y se extiendió a placer. La jungla al oriente se densificó y jugó en altos acantilados queriendo besar el mar. Así, durante una hora de recorrido, el joven deleitó su vista con la maravilla de la naturaleza virgen, verde y poderosa.


El muelle de Juanchaco se encontraba abarrotado de nativos hambrientos de turismo, gentes de color oscura y cuerpos fuertes. A pesar de su pobreza recibieron a los visitantes con lindas sonrisas, prestos a colaborar. Caminando por el caserío, de pequeñas viviendas hechas con madera y puertas siempre abiertas, Ricardo descubrió en esas personas la escencia del mar: eran dignas, alegres, impestuosas y decentes.

Después de recorrer carretera en un improvisado transporte motorizado durante veinte minutos llegó a la zona turística. Pequeñas cabañas de madera, restaurantes, discotecas y tiendas se abrían paso hasta la playa. Esta era escandalosa y sucia a pesar de que no había mucha gente, lo cual desanimó al joven. Pero para su tranquilidad, a lado y lado se extendía hasta el horizonte una playa oscura vecina del acantilado y el mar.

Al adentrarse en la selva Ricardo sintió el palpitar de la naturaleza, admiró la tenacidad del manglar y nadó en el agua más pura que la madre tierra pude ofrecer. Sus pulmones se llenaron de vida, sus oidos de silencio y su corazón de tranquilidad. El verde y denso abrigo que lo cubrió le permitió encontrarse consigo mismo y hacerse uno con el entorno.

En las noches, desde el horizonte llegaba la brisa del mar como el respirar de un gigante. El cielo se cubría de estrellas vistiéndose de gala y la selva con sus hermosos sonidos y cantos de animales nocturnos parecía darle una serenata a la luna. Ante el espectador se abría todo un mundo nuevo, alejado del bullicio y las luces de la ciudad. Un lugar donde la calma es la mejor compañera.

La patria bendice a sus hijos con incalculables riquezas a la espera de ser aprovechadas, no explotadas. El verde y cristalino de nuestro territorio nacional nos hace un pueblo afortunado. Nacimos y crecimos en una Colombia grande, una tierra de leche y miel. De sus entrañas brotan lágrimas de sangre por el dolor de su pueblo, clamantes de reconciliación, equidad y justicia.